Caracas, la ciudad inesperada por Marianella Salazar

Me tocó nacer en Caracas, la ciudad me enseñó a quererla dentro de su caos, de hacer del desorden una necesidad cotidiana, un acto de magia, en el que una deidad se empeña en probar y probar hasta ver dónde el cuerpo y el espíritu aguanten, sometiendo nuestras vidas a delirios inconcebibles.

Las miserias de Caracas no logran opacar  la belleza del paisaje. Me gusta mi ciudad. Cuando hay sequía, por ejemplo, es todo un espectáculo contemplar los cambios cromáticos cuando ocurren las puestas de sol sobre  nuestro escudo protector, El Ávila, un jardín vertical de 85 mil hectáreas. En época de sequía y recurrentes incendios forestales, la calina producto de ese fenómeno, se convierte al atardecer en un velo sobre la ciudad que difumina amarillos y naranjas alrededor de la inmensa bola incandescente que se sumerge por los cerros del oeste.

Desde noviembre y hasta febrero, El Ávila es un regalo envuelto en fluorescente “capin melao”,  una espiga menuda que florece y le da al verdor, hermosos reflejos color púrpura. Toda una fiesta para nuestros sentidos y a pesar que es un fuerte alergénico que produce una insoportable picazón en los ojos y ataques de estornudos, nada es comparable a la inmensa felicidad de contemplar extasiada los amaneceres desde las ventanas de mi casa, sembrada en las faldas de El Ávila.

Como decía un gran amigo arquitecto, Willian Niño, que amó a Caracas por sobre todas las cosas: “Aquí, todo lo malo es transitorio frente al imperio de la belleza”. William me enseñó a mirar desde otra óptica a la ciudad, a descubrir la proporción del valle, recorrer su accidentada topografía, el fuerte vínculo con el mar, porque en Caracas se respira la brisa marina, que justamente está detrás de la montaña; tenemos una exuberante vegetación y el ambiente tropical-caribeño de selva húmeda determina que ésta sea una de las ciudades más bellas del mundo. Hasta las lluvias diluvianas suenan como un concierto sobre la mezcla absurda y fascinante de edificaciones que exhiben en conjunto, un cierto atractivo urbano.

El glamour del Caribe

La violencia en Caracas no empaña un pasado envuelto en la benevolente máscara de lo sofisticado. Caracas en los años setenta y ochenta era considerada el glamour del Caribe, un poco la versión  moderna de La Habana en los cuarenta y cincuenta, cuando al decir de personas como Orson Welles y Hemingway era la auténtica perla del Edén. En días de guerra sin guerra, como los que vivimos,  no podemos despojarnos de la memoria, conviene recordar que nuestra existencia era un dechado de hedonismo y que todavía hoy, a pesar y en contra de los dictados de la revolución bolivariana clamamos por mantener espacios para la convivencia, lo  cultural y fantasioso.

Es cierto que pasamos más tiempo enclaustrados, tanto, que pareciéramos tener casa por cárcel, pero en cualquier lugar de la ciudad  que uno se encuentre siempre hay una vista espléndida sobre El Ávila. Asombra contemplar cómo la ciudad  avanza hacia la catástrofe, como cada uno lo hacemos hacia el otro mundo. Nos encontramos ante una ciudad inesperada, víctima de una orgía destructiva que nunca estuvo en la mente de sus habitantes, ni en los cálculos de los urbanistas. Una de las claves de la “caraqueñidad” y parte esencial de nuestro desafío será recuperar Caracas.  Y, como la Luna, dejaremos que su cara oscura  se quede para siempre oculta.

Por Marianella Salazar

Marianella Salazar
Periodista venezolana. Productora Independiente. Locutora. Columnista del diario El Nacional.
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