Todo tiene su final por Marianella Salazar

Las interminables vacaciones llegan a su final, prueba fehaciente es que para nuestra desesperación regresó el tráfico. Atrás quedaron los días en que media Caracas estaba gastándose lo que no tenía en Porlamar y se podía ir desde El Marqués hasta La Lagunita en quince minutos.

Estos días de septiembre empiezan y terminan en una cola,  con ciudadanos aterrados frente al volante que dan pavor. Si hay algo que sufrimos en esta parte del mundo, es tener que lidiar con personas que se transforman en una especie de gorilas en plena vía pública. Deberíamos ser reseñados por National Geographic, en sus siniestros documentales de vida animal  y no por CNN, que ha desviado sus cámaras hacia ciudadanos que sobreviven inmersos en la inseguridad colectiva y que emplean casi todas las horas del día, intercambiando “person to person”, espeluznantes narraciones en automercados, peluquerías, tintorerías y a donde quiera que vayan.

marianella-2-hector-lavoeEs que no podemos asomar las narices fuera de las casas  sin evitar la terrible sensación de ser víctimas en esta Caracas mortal. En la década de los ochenta, cuando éramos felices y no lo sabíamos -como dicen los que tienen más de treinta años-, unos jóvenes caraqueños crearon una asociación llamada “Caracas mortal”, que organizaba fiestas en los sitios más insólitos y hasta peligrosos de la capital.  Era una ciudad  con espacio para la diversión, lo cultural y glamoroso, mucho antes que el adjetivo “mortal” estuviera ligado con el crimen para siempre. Y pensar que Caracas puede inspirarnos tanto. Decir que todo lo malo que nos ocurre es parte de un ciclo, que nada dura para siempre, como canta Héctor Lavoe en  un tema de antología: “Todo tiene su final”.

Es una afirmación que repito a diario para seguir adelante, con esperanzas, sin perder el humor y sin olvidarme de reír.  Y ahora que  menciono un ritmo tan latino como la salsa, convendría descubrir algún lugar donde se pueda bailar hasta que el cuerpo aguante. Bailar es el oficio de los pueblos perdidos, que mientras sufren, bailan, mucho más el nuestro, que se aplica a ritmo de tambor. Hay que decir que la fiebre por los tambores se desató en Caracas mucho antes que ardieran en la población mirandina de Curiepe y déjenme decirles, que los tambores ya habían roto la barrera de clases sin que apareciera  en el panorama ninguna revolución. Es un fenómeno que surgió aproximadamente en los ochenta: en Caracas hubo movimientos de concertación vecinal que unieron a los morenitos de los barrios con las “sifrinas” de las urbanizaciones del Este.  Y pensar que  ese era el mejor camino para  conjurar todos los males sociales: ¡a golpe! pero de tambor.

Soltarse el moño

marianella-3-como-empezar-el-baile-de-la-salsaPero,  ¿dónde se baila tambor, además de las costas de Aragua o Barlovento?  La ciudad se niega a darnos lugares donde hacerlo, como el recordado “El Maní es así” en sus momentos estelares, donde sentíamos el sabor del peligro y  podíamos echar un pie con algún miembro de la  extinta guerrilla de las FARC que estuviera de incógnito sin enterarnos de su identidad, o ver cómo hacía la senadora Piedad Córdoba para soltarse el moño con ese  turbante  que resultaba un estorbo al batuquearse.  Sin duda,  “El Maní”, como lo conocimos, dejó un vacío para los amantes de la llamada  salsa dura o cabilla, que arriesgaban carro, cartera y vidas  al visitar aquel local de la antrosa avenida Solano en Sabana Grande.

Pero la salsa en Caracas se niega a morir, sigue viva en las academias de baile donde la gente paga para mover la cintura y hace catarsis, o en las  infaltables bodas, que ahora se celebran sin cronistas sociales y en el más estricto bajo perfil, pero donde bailar salsa y tambor resulta una necesidad verdaderamente imperiosa.

Por Marianella Salazar

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