Las interminables vacaciones llegan a su final, prueba fehaciente es que para nuestra desesperación regresó el tráfico. Atrás quedaron los días en que media Caracas estaba gastándose lo que no tenía en Porlamar y se podía ir desde El Marqués hasta La Lagunita en quince minutos.
Estos días de septiembre empiezan y terminan en una cola, con ciudadanos aterrados frente al volante que dan pavor. Si hay algo que sufrimos en esta parte del mundo, es tener que lidiar con personas que se transforman en una especie de gorilas en plena vía pública. Deberíamos ser reseñados por National Geographic, en sus siniestros documentales de vida animal y no por CNN, que ha desviado sus cámaras hacia ciudadanos que sobreviven inmersos en la inseguridad colectiva y que emplean casi todas las horas del día, intercambiando “person to person”, espeluznantes narraciones en automercados, peluquerías, tintorerías y a donde quiera que vayan.
Es una afirmación que repito a diario para seguir adelante, con esperanzas, sin perder el humor y sin olvidarme de reír. Y ahora que menciono un ritmo tan latino como la salsa, convendría descubrir algún lugar donde se pueda bailar hasta que el cuerpo aguante. Bailar es el oficio de los pueblos perdidos, que mientras sufren, bailan, mucho más el nuestro, que se aplica a ritmo de tambor. Hay que decir que la fiebre por los tambores se desató en Caracas mucho antes que ardieran en la población mirandina de Curiepe y déjenme decirles, que los tambores ya habían roto la barrera de clases sin que apareciera en el panorama ninguna revolución. Es un fenómeno que surgió aproximadamente en los ochenta: en Caracas hubo movimientos de concertación vecinal que unieron a los morenitos de los barrios con las “sifrinas” de las urbanizaciones del Este. Y pensar que ese era el mejor camino para conjurar todos los males sociales: ¡a golpe! pero de tambor.
Soltarse el moño
Pero la salsa en Caracas se niega a morir, sigue viva en las academias de baile donde la gente paga para mover la cintura y hace catarsis, o en las infaltables bodas, que ahora se celebran sin cronistas sociales y en el más estricto bajo perfil, pero donde bailar salsa y tambor resulta una necesidad verdaderamente imperiosa.