Escuchar o leer cómo se refieren, por ejemplo, al Champagne, el Barolo o el Tokaj como el vino de los reyes o el rey de los vinos alimenta una de las facetas más tristes del vino, esa posibilidad automática de adquirir un status privilegiado gracias al descorche. Sin embargo, los privilegios que más apreciamos del vino tienen algo maravilloso: se ganan y están al alcance de cualquiera que se proponga esa búsqueda y por eso nos gusta compartirlos.
- Acercarnos un poco a los misterios de la fermentación. Siempre copa en mano pienso en este proceso que nos acompaña en tantos caminos de nuestra especie, que va del vino al pan y tiene esa magia transformadora.
- Despertar nuestros sentidos. Lo hemos dicho previamente: para degustar el vino, sobre todo, se necesita abrir los sentidos. Desde la vista que percibe los colores, matices y huellas; el olfato que impulsa un viaje lento o vertiginoso por productos y lugares; el gusto y el tacto que literalmente sienten el vino, e incluso el oído cuando sienten las burbujas de un vino espumoso o en el encuentro del líquido con las paredes de la copa. En esos minutos en los que nos entregamos a esa experiencia sensorial vivimos con mayor intensidad.
- Leer el vino. Nadie bebe el mismo vino, aunque estemos codo a codo con copas servidas de la misma botella. El privilegio de entender que lo que bebemos incluye nuestras experiencias previas y la forma como decodificamos la copa que nos atañe en ese instante es de esas experiencias que despiertan el asombro.
- Compartirlo con quienes realmente apreciamos. Puede que por situaciones sociales o encargos laborales tengamos que tomar vinos con personas que nos son indiferentes o abiertamente desagradables pero en el resto de los casos tenemos ese privilegio incomparable de invitar a nuestros descorches significativos únicamente a quienes realmente queremos allí, con nosotros y eso sí realmente es digno de cualquier elevada realeza o estirpe.
Artículo original de Esnobismo Gourmet.