Repaso algunas de las cosas que hacen que cada botella del vino malbec argentino sea especial:
- Me hace pensar en la diversidad. Y no de forma abstracta sino que por momentos me veo en San Patricio del Chañar, caminando sobre lo que alguna vez fue desierto y que gracias a tecnología agrícola se convirtió en un paraíso de viñedos y otros frutales, incluyendo los cerezos o mirando parras de torrontés de más de 100 años en Cafayate.
- Me hace pensar en en más de 15 años probando vinos. Recientemente regresó al país la marca Santa Julia de bodegas Zuccardi y con ese vino puedo recordar hace tanto tiempo mirando abrumado las secciones de vino de los supermercados y comprando su malbec y tempranillo para huir de la dictadura del omnipresente vino chileno en el mercado venezolano. Trato de probar sin tener referencia alguna, recuperar lo que fue el comienzo de la construcción de cierto criterio.
- Me hace pensar en cómo han cambiado mis gustos. De los “fruit bombs” que tanto me impresionaban y gustaban, todos concentración y extracción de color muy oscuro al descubrimiento de vinos mucho más estilizados, más delicados, más introvertidos que necesitan otras claves para su degustación.
- Tengo rostros que asocio con los vinos. A veces recuerdo la sonrisa de Hans Viding-Diers cargando su perro en la bodega Noemía, Michel Rolland apurado haciendo check in en un hotel de Mendoza, José Luis Mounier presentando sus torrontés, Pablo Cúneo recordando sus espumosos de Chandon Argentina mientras almorzamos en Ruca Malén o Roberto de la Mota contando alguna anécdota de su padre.
- Es un comfort wine. Porque suelen ser vinos que relaciono con cosas que conozco, la especie dulce de postres y algunas comidas de infancia, las frutas maduras frescas o en compota que recuerdan el dulzor empalagoso de muchas golosinas de la infancia. Porque incluso cuando tienen mucho alcohol (recuerdo haber probado un Yacochuya de 16+ grados de alcohol por volumen) igual tienen un lado amable.